miércoles, 8 de enero de 2014

El genoma del tiburón aclara la evolución de los huesos y el sistema inmune






Solemos imaginar la historia del planeta como un ascenso gradual a los cielos de la excelencia biológica —representada por nuestra especie en la mayoría de los mapas—, pero lo cierto es que el pasado está salpicado de innovaciones puntuales de especial trascendencia: momentos brillantes de nuestro pasado biológico sin los que no existiríamos. Uno de esos hitos es la invención evolutiva de los gnatostomados (‘Gnathostomata’, literalmente los que tienen mandíbulas en la boca), el grupo de vertebrados al que pertenecemos, que incluye a los mamíferos, las aves, los reptiles y la mayoría de los peces. Hasta entonces solo había agnados, o vertebrados sin mandíbulas.
Los gnatóstomos somos una superclase de gran éxito, hasta el punto de que damos cuenta del 99,9% de los vertebrados vivos actualmente. Desde nuestro origen, no solo contamos con una mandíbula móvil muy útil para la manduca, sino también con aletas apareadas a ambos lados del cuerpo —de las que provienen nuestros brazos y piernas— y un prodigioso sistema inmune, del que todavía disfrutamos, basado en las inmunoglobulinas, los receptores de las células T y un complejo mayor de histocompatibilidad que ha costado Dios y ayuda describir y empezar a comprender. La evolución siempre es más inteligente que sus criaturas.
¿Cómo ocurrió esta crucial innovación histórica, o prehistórica? Como la evolución se basa en cambios en el ADN, la forma ideal de responder esa pregunta sería secuenciar (‘leer’) el genoma del primer gnatostomado que nadó por los océanos ancestrales; pero eso ocurrió hace más de 400 millones de años, y la paleogenética, o lectura directa del ADN fósil, está muy lejos de soñar con esa proeza (el récord de antigüedad está de momento tres órdenes de magnitud por debajo de esa cifra, a la altura del hombre de Atapuerca).
La siguiente mejor estrategia, que es la que han venido aplicando los evolucionistas moleculares, y con gran éxito, en los últimos tiempos, es secuenciar el genoma de las especies vivas actualmente, pero que provienen en línea directa de los primeros representantes de la familia en cuestión. Los primeros gnatóstomos, por todo lo que sabemos, debieron ser parecidos a los peces cartilaginosos actuales, como los tiburones: peces que, pese a contar ya con mandíbulas, aletas apareadas y sistema inmune, todavía no habían inventado el hueso propiamente dicho, y poseían aún un esqueleto de cartílago.
El primer genoma de un pez cartilaginoso (el tiburón-elefante Callorhinchus milii) se presenta este miércoles en Nature con la voluntad de aclarar la evolución de los huesos y el sistema inmune. Como queda dicho, los vertebrados con mandíbulas, o gnatóstomos, son de dos tipos: los que tienen un esqueleto de cartílago, como los tiburones, y los que lo tienen de hueso, como nosotros. El genoma del tiburón aclara lo que les faltaba a los primitivos cartilaginosos: los genes de las fosfoproteínas que se unen al calcio.
Los científicos, coordinados por el premio Nobel Sydney Brenner, del Laboratorio de Genómica Comparativa de Singapur, y Wesley Warren, de la Universidad de Washington en Saint Louis, y entre los que se cuentan Belén Lorente-Galdós, Javier Quilez y Tomás Marques-Bonet, del Institut de Biología Evolutiva (UPF-CSIC) y la Institució Catalana de Recerca i Estudis Avançats (ICREA), ha demostrado que, si le quitas esos genes a un vertebrado óseo como el pez cebra, el pobre animal pierde el hueso.
Los tiburones también carecen de genes esenciales para el sistema inmune. El genoma del tiburón es el que muestra una evolución más lenta de todos los vertebrados, y —precisamente por ello— servirá como un modelo genético ideal de nuestros ancestros del pasado remoto.